MENSAJE EN UNA BOTELLA

Jadeante, el perro se acercó a su amo, y arrojó una botella que traía entre sus dientes.


El hombre, con una mezcla de costumbre y de cansancio, acarició la cabeza del perro con una mano, y recogió la botella con la otra; la observó detenidamente a tras luz. Envuelto en una luz verde, flotaba un pergamino dentro de la botella, suspendido como esas aves de los sueños, que levitan en la nada, sin ir a ninguna parte.


Se rascó la cabeza, giró una y otra vez el envase, y con calma comenzó a abrirlo. Introduciendo el dedo meñique -el índice era muy grueso-, por el cuello de vidrio, retiró el trozo de papel y comenzó a leer.


A las pocas líneas, un nerviosismo infantil se apoderó de él. Era una carta de amor.


Escéptico, pero risueño, se compenetró en lo que decía la carta. Cada palabra, cada descripción, lo iban convenciendo de que el destinatario, indudablemente, era él.


Supo que despertaba en otro ser, sensaciones que el mismo no experimentaba desde hacía tiempo, que alguien soñaba con su cabello negro y que deseaba recostarse en el hueco de su axila, supo de noches en vela, de añoranzas por sus besos.


Supo de amor y de desesperación. Miró al cielo, junto con las estrellas que por él, comenzaban a transparentarse y se creyó menos solo, menos pequeño.


Cuando hubo terminado de leer la carta, la volvió a leer, y una cuarta, y una quinta lectura, avivaron sus latidos. Las manos le sudaban, y su estómago hervía de pasión.


Quiso saber quién era ella, seguramente después de atreverse a escribirle y prevenirle de sus sentimientos, aparecería un día ante él, pero no podía esperar.


Quiso correr hasta el agua, a besar a su mensajera, a contemplar al sol bañándose en el horizonte.


Y corrió hasta el agua, y lloró arrodillado al ver, en el mar, un millón de botellas meciéndose al compás de la brisa.