martes, 18 de octubre de 2011

CONFESION






Hay días que amanecen extraños, y ese era uno de ellos.


El pequeño pueblo tenía un párroco ya mayor, de los que aún usan sotana negra y alzacuellos, que cada mañana tenía sus maitines con cada vez menos feligreses.


Aquella mañana, como todas, repasó todos los bancos, colocando los misales en su sitio, y fue entonces, en uno de ellos, dónde encontró aquél extraño sobre, dirigido a él.


Lo cogió y curioso abrió la misiva, leyó:


“Padre, me dirijo a usted como único hombre al que pueda confesar todo lo que alberga mi alma, y quizá, con el tiempo me pueda perdonar yo misma.


Podría acercarme al confesionario, y suplicar el perdón de mis pecados, pero no me atrevo, sólo intento poder liberar todo el mal que en su día entró en mi vida y que me dé fuerzas para poder seguir adelante.


Mi intención, es ir contándole en varias cartas lo que acontece a mi vida, si me lo permite y si está de acuerdo, en el misal donde encontrará el correo, deje usted la respuesta con un simple si o no, yo iré dejándole en diferentes sitios los correos si acepta.


Atentamente


Un alma atormentada”.


La leyó varias veces, y con la memoria, intentaba buscar alguien nuevo entre su parroquia, una pista que le hiciera llegar a visualizar la cara de quién le escribió…, pero fue inútil.


Pasaron dos días, y al fin decidió que su deber era el de escuchar y no juzgar, y que si alguien necesitaba de él, fuere de la manera que fuere, estaría dispuesto para la confesión.


Dejó su sí, escrito en un papel sobre el misal que encontró la misiva, y esperó.


La siguiente no se hizo esperar, y otra mañana extraña, encontró de nuevo dentro de un misal sin colocar en su sitio un nuevo correo.


“Padre; antes agradecerle que a través del anonimato, pueda confesar mi dolor y mis pocas ganas de seguir viviendo.


Yo vivía en un pueblo cercano, hasta hace unos años. Me casé con 20 años con un hombre bueno, con él que tuve un hijo a los 2 años de convivir y trabajamos duro los dos, para que nada le faltara.


No sé cuando empecé a dejar de amarle, ni tampoco si dejó de amarme mi esposo a mi, simplemente nos dedicamos a sobrevivir y que nuestro hijo fuera feliz.


Cuando cerraron la fábrica dónde yo trabajaba, me trasladaron a un pueblo cercano, y allí empezó a cambiar mi vida.


No lo busqué, surgió, Padre.


Conocí a otro hombre, que me daba ilusión, que me hacía levantarme cada mañana con ganas de salir y llegar para verle, y volví a sonreir.


Me sentía mal al llegar a casa, al ver a mi esposo cuidando del niño, preparando cena, o simplemente sentado delante del televisor, culpable.


Sí, padre, culpable. Pero no había pasado nada, en esos momentos, me sentía culpable de no amarle como antes, de no tener ganas de verle o de estar con él.


El nuevo amigo, mi compañero de trabajo, era también casado. Comíamos muchas veces juntos, porque no daba tiempo de regresar a casa para ese menester, y fuimos conociéndonos cada día un poco más.


Nos sentíamos bien juntos, Padre, teníamos tantas cosas en común!.


Pero ambos éramos casados.”


Nada más, la página seguía en blanco, sin firmas.


Ahora cada mañana miraba los misales, en busca de una nueva carta, pero pasaron dos semanas, antes de volver a encontrar una.


“Padre, resigo mi misiva anterior donde la dejé.


Pasaron meses antes de que nos atreviéramos a hablar de algo más íntimo que nuestras familias.


Un día, él me confesó sus sentimientos, y yo, no pude negar los míos, y aquí empieza el quemar de mi alma.


Unas semanas después de nuestra confesión, y ya habiendo empezado una relación adúltera, me pidió que diéramos un paso más, y que huyéramos juntos. Empezar una nueva vida donde nadie nos conociera, y donde pudiéramos vivir nuestro amor, sin esconderlo.


Lo pensé durante unos días, y decidí hablarlo de nuevo, hablar de nuestros hijos, y de cómo deberíamos de hacerlo, con mucho miedo, y con toda la pena, porque aunque no amara a mi esposo, tampoco deseaba hacerle el daño que estaba a punto de hacerle.


Me dijo, que teníamos que estar igualados para que todo fuera un sueño, y que él no podía llevarse a sus hijos, por tanto, me pedía que dejara a mi hijo con su padre, y que empezáramos solos los dos.”


Creyó saber ya cual era el dolor de la mujer, y pensó, que aunque leyera la siguiente, sabía bien que sólo habían dos respuestas, o bien aceptó y estaba arrepentida de haber dejado a su hijo, o bien, no aceptó, y seguía debatiéndose, entre el amor que pudo tener y el vacío de no haber sentido por su marido lo que debía.


La tercera llegó al siguiente día.


“Gracias por seguir recogiendo mis misivas, y por leerlas, con ello me reconforta, Padre.


Mi decisión fue dura y de las que no me perdono. Dejé una noche a mi familia, con una nota en la que brevemente, contaba que necesitaba volver a empezar y ser feliz, y que iría de vez en cuando a ver a mi hijo, que sabía que estaría siempre cuidado por su padre.


Los primeros meses junto a mi nuevo amor, fueron maravillosos, todo eran atenciones, y sabiendo lo mucho que me dolió y costó, dejar a mi hijo atrás, cada mañana, me decía que algún día lo entendería y siendo más mayor, nuestros hijos, estarían cerca de nosotros.


Las cosas no fueron bien, nuevo pueblo, y nuevos trabajos.


El acostumbrado a tener un cargo, ahora estaba de nuevo empezando de peón, sin tener ningún reconocimiento. Y yo, estuve durante un tiempo limpiando en otras casas.


Un día, el primero de muchos posteriores…, llegó a casa borracho, hundido, envejecido.


Ese día, me perdió el respeto, en un mal momento, contesté lo que no debía, y fue mi primera bofetada, no la más fuerte, pero sí la que más dolió.


Me pidió perdón de tantas maneras, Padre. Y yo, le amaba tanto, le perdoné de inmediato, y aquella noche lloramos juntos, y nos hicimos el amor, más salvajemente que nunca.


Pero a ese día, siguieron otros muchos. La frustración de su vida la pagaba conmigo, bebiendo y al llegar, cualquier excusa era válida para una nueva bofetada. Cada vez eran más fuertes, más largas, y siempre le seguía los llantos, los abrazos, los perdones.


De una de esas noches, vino una alegría que pensé que volvería a cambiar nuestras vidas”


Ahora ya no podía dejar de mirar cada mañana los asientos y los misales, aquella mujer estaba rota moralmente y físicamente, y seguía sin localizar qué feligresa era la misteriosa mujer.


“Padre, ya queda poco. Agradezco siempre que me lea.


Como le dije, de esa palizas, vino algo hermoso, un día me levanté mareada, con vómitos, y eso era una señal inequívoca de que una nueva vida, crecía dentro de mi.


Pensé que con aquella noticia, él volvería a ser el que tanto amé, y seguía amando.


Me equivoqué…, Al inicio del embarazo fue más maravilloso que nunca, sus halagos, sus atenciones hacía mi, eran de nuevo un regalo.


Pero un día llegó de nuevo con muchos vinos de más, y no miró, ni pensó, me pegó tan fuerte que perdí el sentido. Y al despertar en el hospital, me dieron la triste noticia, había abortado al sueño, al futuro, a ser de nuevo persona y mujer. Había perdido al bebé.


Aquél día, no pude denunciarle tampoco. Ni a las siguientes palizas, ahora ya temía que llegara por las noches, ya no me arreglaba, ni tampoco le quería, y Padre, tampoco me quería a mi misma, me daba asco, y pensaba que merecía aquellas y todas las palizas que me dieran.


No visitaba a mi primer hijo, porque estaba muy avergonzada, y porque los ojos de mi hijo, se avergonzaban de mi, a la vez.


Un día mi ex marido, me vio por la calle, me paró, me sentó en el banco de un parque, y hablamos durante horas, yo sólo lloraba, y él , no me reprochaba el pasado, me reprochaba mi presente y el que abandonara a mi hijo.


Pensé mucho, Padre, mucho, durante días después.


Y un día, una noche más, muchas palizas en mi cuerpo y en mi alma, decidí que no podía más.


Al acabar de apalearme, sangrando de nuevo, sin fuerzas, le miré dormido.


De mis ojos salieron dos lágrimas, una por el amor que le tuve, otra por mi, por quién me había convertido.


Me miré en el espejo, el pelo sucio, la cara amoratada, los ojos tristes, y cogí las tijeras de cortar el pelo.


Me acerqué a mi amor, y no pensé, simplemente dejé caer varias veces las tijeras sobre su cuerpo dormido, hasta que su garganta dejó de suplicar, sus manos de intentar parar mis embites, y su corazón de latir.


Pagué muchos años de prisión, y hace poco que salí.”


Dejó caer la misiva, sus ojos soltaron dos lágrimas.


Despertó en una habitación blanca, dolorido, y confuso. Una monja se acercó al verle despierto, y le dijo:


“Le encontraron en el suelo sin sentido, con una carta entre las manos que no soltaba ni aún desvanecido, y le trajeron aquí. Sufrió usted un paro cardiaco”


Recordó la misiva, y rompió a llorar, sólo recordaba el final:


“Lo siento Padre, siento haber matado a su hermano, siento haber destruido mi vida”

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